¿Es usted feliz, Señor Joss?
Esta suele ser la pregunta con la que el psiquiatra al que el juez me obliga a visitar, como parte de mi condena por motivos absurdos e injustos que no vienen al caso, comienza las sesiones.
Aunque lo parezca, no es una pregunta sencilla. Porque, seamos sinceros, mi vida es un puto infierno. Y buena parte de la culpa la tiene mi trabajo.
Odio mi puto trabajo, odio tener que venir cada día a la oficina, odio madrugar, odio el autobús, odio a los compañeros, odio del trabajo, odio a los clientes… Damn! Lo único que no odio es cobrar a fin de mes. Puto Capitalismo!
¿Será posible que esos piojosos comunistas del 15M tengan razón?, ¿Me equivoco deseando que aparezca un Breivik patrio que fumigue a toda esa escoria?.
Esto me recuerda un pequeño conato de enfrentamiento que tuve con una caterva de hijos de puta de este tipo.
Sucede que cerca de mi oficina están las oficinas de La Caixa (banco deleznable y que sólo merece la quiebra). Así que, hace ya un par de meses, dichas oficinas estuvieron sitiadas por un grupo maloliente de basuras humanas.
Las consecuencias de esto fueron dos, principalmente. Primero, cortaron una de las arterias principales de entrada a Barcelona, cortando el flujo de autobuses. Autobuses que yo necesito para volver a casa. Y segundo, cortando la boca del metro que hay delante de esas oficinas. Metro que es mi segunda opción para volver a casa.
La reflexión aquí es ¿Cómo puede un grupo de amotinados cortar la principal arteria de entrada a Barcelona? ¿Por qué los antidisturbios se limitaban a rodearles y seguirles con la mirada?
Usad la porra, hijos de puta!
A esas ratas amotinadas se les debe dispensar el trato que merecen: porras + coxis. Luego pasa lo que pasa, que se crecen y creen estar en el derecho de acampar durante meses en las principales plazas de las ciudades.
Esto con Franco no pasaba.
Pero sigo mi relato, que me pierdo. Un día, al salir del trabajo por la tarde, veo que esas alimañas tienen cortada la calle y no podré coger el bus. En este punto mis testículos comenzaron a hincharse como globos aerostáticos.
Así que me dirijo a la boca de metro, la cual estaba rodeada de inmundicia. A duras penas me abro paso entre largos cabellos llenos de garrapatas y olores nauseabundos provenientes de los que habían pasado la noche allí. Meándose encima, supongo.
Dedo destacar que yo iba en traje, así que noté varias miradas furibundas. Supongo que los muy gilipollas pensaban que yo sería un banquero o algo.
Ahí, en el puto medio, estaba yo, vestido con mi traje
Veo que el piojoso me mira de reojo, así que no reduje la marcha, pensando que se apartaría. Pero no lo hico, así que tuve que parar en seco, dando un pequeño empujón a su mochila.
En realidad era un chavalillo sin media ostia, así que le digo con no muy buenas palabras “¿Me vas a dejar pasar o qué?”. El tío me miró unos segundos y finalmente se apartó.
Quizá no fui muy inteligente, pues ir trajeado en medio de aquella marabunta de piojosos es como llevar un cartel de “Kick Me” en el trasero. Lo peor del asunto es que, cuando me abrí (literalmente) paso hasta la boca del metro, descubrí que la habían bloqueado.
Y la poli mirando... Y las porras enfundadas...
¿Y a qué venía todo ésto? Coño! Quería hablaros de porqué mi vida era un infierno. Pues porque, entre otras cosas, odio mi trabajo. Y una de las cosas que más odio es la dinámica de las relaciones en la oficina. Odio la hipocresía, el poner buena cara a gente que te cae mal, aguantar gilipolleces de gente a la que sólo puedes desearle la muerte por collejas, etc.
Así que hoy voy a proponeros la “Trilogía de la Oficina”, tres costumbres especialmente irritantes que tengo que aguantar en mi día a día y que hacen que desee tener una UZI en mi maleta o que mi portátil esté lleno de Uranio y mi móvil sea el puto detonador.
En realidad son tres cortos que he ido escribiendo a lo largo del tiempo, en mis ratos libres, así que no esperéis demasiada "continuidad" (Marvel TM) en ellas.
Una de las costumbres “oficineras” más ridículas y lamentables es esa que dice que el día de tu cumpleaños debes traer pastitas para los compañeros.
Yo es que soy un poco sociópata y tiendo a odiar a todo el mundo, pero nunca he traído pastas por mi cumpleaños. De hecho, ni siquiera nunca he dicho nada el día de mi aniversario.
Considero que si realmente una persona me interesa lo suficiente como para compartir una efeméride de este tipo, la invitaría a tomar una cerveza. Pero traer pastas para recibir un hipócrita “felicidades” de gente con la tengo escaso trato, y para que se las coman personas con las que apenas intercambio un “buenos días” por la mañana y un “hasta mañana” por la tarde, es una gilipollez.
Porque no nos engañemos, de los compañeros “cercanos” de oficina, el 80% me importa entre poco o nada. Incluso hay un 10% de personas a las que no me importaría ver atropelladas por el camión de la basura.
En el sitio donde me sentaba hasta hace un par de meses podía ver la cafetería, y siempre me sorprendió la gente que llegaba por la mañana con la caja de pastas, entraba en la cafetería y la dejaba ahí.
A lo largo de la mañana entraba la gente, veía la caja, algunos preguntaban el porqué de su presencia allí e, independientemente de saber por qué estaba, o de conocer al cumpleañero, trincaban pasta y se la zampaban.
Un par de horas después, llegaba el cumpleañero con sus compañeros de café y acababan de dar cuenta de las pocas pastas que quedasen.
Vamos, que al final el gilipollas que cumplía años había repartido pastas entre toda la puta oficina, pese a que, de entre todos los que habían comido, ni el 10% sabían de quién era el cumpleaños.
Una de las cosas que más que fastidian de estas fechas (N. del T.: ésto se escribió en los días siguientes a la vuelta de vacaciones de verano) es la gente que vuelve de vacaciones sintiendo la irrefrenable necesidad de contarte, con todo lujo de detalle, sus aventuras estivales.
Joder, si realmente me interesasen dichos detalles los preguntaría, ¿no?. Cuando, por pura cortesía, pregunto “¿Qué tal las vacaciones?” lo que espero como respuesta es un no menos cortés “Bien” o el tópico “Bien, pero cortas”. Ya está! No quiero que me cuenten detalles, no me interesa dónde han ido, ni lo que han hecho. Todo eso me da igual!
En realidad creo que apenas conozco a 2 ó 3 personas por las que me interese sinceramente. Y a estas personas no les pregunto un escueto “¿Qué tal las vacaciones?”.
Pero lo que realmente me revienta el bazo, es la gente que se va 2 semanas a un resort en un lugar exótico y vuelve como si hubiese hecho un máster en cultura y folklore local. Tío, si te has pasado el día emborrachándote a costa de la pulsera de marras y sin salir de la piscina del hotel, no me vengas ahora contando mierda sobre las costumbres de los indígenas locales.
Este es uno de los motivos por los que siempre intento irme de vacaciones lo más tarde posible. Para que, al volver, a la gente se le hayan olvidado ya sus putas vacaciones y no me taladren.
Lo malo es que, al volver, la gente intenta tirarme de la lengua para que les cuente cosas. Si mi respuesta a la maldita pregunta “¿Qué tal las vacaciones?” es un “Bien” ¡No me preguntes si he ido a alguna parte!, ¡No me preguntes si he viajado! Si quisiera que lo supieses, te lo diría ¿no crees?
Todo esto viene a que llevo toda la puta mañana oyendo las batallitas veraniegas de un mongol que acaba de volver del puto Santorini. Ni que hubieses estado en El Dorado, macho, que es el puto Santorini. Es como la puta Menorca, pero más caro.
De todas las costumbres oficineras la peor de todas, sin duda, consiste en traer a tu hijo recién nacido a que lo vean los compañeros del trabajo.
Siempre lo he tomado como un acto de lo más vil y deleznable, hipocresía en estado puro, tan intensa que puede cortarse con una sierra mecánica. Una sierra mecánica de las de gasolina, no esas mariconadas eléctricas con mecanismos de seguridad que son incapaces de cortarte un brazo por accidente.
Si yo tuviese un hijo, y estuviese sinceramente interesado en que una o varias personas determinadas lo conociesen, les invitaría a venir a verlo al hospital. O, en su defecto, organizaría algún tipo de comida o cena en mi casa, una vez la madre y el niño estuviesen ya a buen recaudo en mi guarida y totalmente recuperados.
Pero si no considero a unas personas lo suficientemente dignas de venir a vernos al hospital o a casa, ¿a cuento de qué voy a querer llevarles el niño en persona?.
Me hace gracia cuando la madre aparece por la oficina con el niño, y todo el mundo se arremolina a su alrededor. Las zorritas suelen ponerse tiernas y siempre tengo la idea de acercarme y decirles aquello de “¿Qué, te gustan los niños? ¡Pues si quieres te hago uno!”.
Pero no deja de ser una situación de lo más incómoda. Coño, que es un bebé, es algo muy personal. A mí no creo que me hiciese mucha gracia que un montón de hijos de puta a los que apenas conozco lo estén sobando y acariciando como si fuese un perro.
Yo en estos casos suelo hacerme invisible. Un cortés “felicidades, felicidades”, un par de besos rápidos a la madre y desaparezco de ahí. De hecho, si algún día tengo un hijo, dudo que siquiera lo comente en la oficina. Lo mínimo imprescindible para exigir mi baja por paternidad y poco más.